sábado, 22 de junio de 2013

Viejas historias II

Bueno, aquel ta-te-ti lo perdí, pero esa pérdida me abrió mil puertas: empezaba mi adolescencia, con todas las letras en mayúsculas y negrita, porque con la enfermedad por sentir a Soledad comencé a adolecer como nunca más lo hice en mi puta vida.
Volví a mi casa con las manos rayadas y una sonrisa que parecía tallada a tijeretazos. Soledad, con un burdo jueguito, había cambiado mi vida para siempre, y había instalado la semilla del deseo en mi corazón, en mi pútrido y patético corazón, tan temeroso de abrirse al mundo y tan anhelante de amar...
Mi cabeza era un tambor que tarareaba una sola palabra: Soledad, Soledad, Soledad...
Imagínense levantarse y lo primero que pensás es "Soledad", y mientras te cepillás, desayunás, caminás entre la nieve hacia la secundaria y entrás al aula y tu corazón lo único que dice es "Soledad"... ¿a quién no le hace mierda el bocho? (Qué hija de puta la vieja de Sole, ¿no había un nombre menos desolador?).
Y cuando entro, y la miro, las pulsaciones me hacen parecer un comatoso, pero por fuera, soy el hombre de hielo (¿les dije que caminaba unas 50 cuadras a las 7 de la mañana con nieve hasta los tobillos y temperaturas bajo cero?... así de caliente estaba que no me daba cuenta). Sus ojos me queman, sonríen, sabiendo que tras la máscara hay un pibe perdido de amor, pero tan cagón, que no se anima a nada. Ni siquiera a decir "Hola".

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